Una peligrosa adicción
Hay veces en la vida en que conoces a alguien y sientes que esa persona llegará a formar parte de tu mundo, no solo un encuentro pasajero o una conversación sin sentido, sino que realmente dejará una marca tan profunda que difícilmente se borrará con el paso inexorable del tiempo. Eso me pasó hace años atrás, cuando sentía que el mundo ya no sería capaz de sorprenderme, y que seguiría en esa inercia constante, en esa continuidad difusa y lamentable. Una mañana me desperté y conocí a una de esas personas que te hacen voltear el rostro, que hacen que des una segunda y hasta una tercera mirada, y que difícilmente vuelves a encontrar.
La vi de pronto en los pasillos de la universidad, vestía completamente de negro, nadie venía con ella, luego me daría cuenta que nunca nadie vendría con ella. Caminaba rápido, como huyendo de algo, siempre me dio la impresión que tenia cosas muy importantes que hacer o que siempre estaba atrasada, pero eso le daba un aire confiado y desafiante. Su cabello era largo, liso y negro como su ropa, sus ojos también eran negros, y contrastaban con una piel increíblemente blanca, parecían hechos por un pintor, como un cuadro. A pesar de su presencia imponente difícilmente alcanzaba el metro cincuenta, nunca usaba tacones, se podía notar que su comodidad consigo misma era absoluta.
Su aire misterioso hacia que todos voltearan a mirarla, era una incógnita total para todos, nunca nadie había hablado con ella. Iba en el último año y jamás nadie se había atrevido a dirigirle la palabra, se había convertido en una leyenda. Con el paso del tiempo me di cuenta que nunca dejó de vestir de negro, y que la época del año no hacia variar su indumentaria. A veces me detenía a observarla y podía ver que sonreía sola sentada en un banco, al parecer lo que estaba en su mente era mucho más interesante que la realidad que yo particularmente odiaba. Es sonrisa era hermosa, sus dientes eran perfectos y tan blancos como su piel, además traspasaban una tranquilidad y dicha tan inmensa que hizo que la envidiara y deseara desesperadamente conocer sus secretos, entrar en su mundo, ya que sentía que el mío era una desgracia, aburrido, rutinario, sin sentido alguno.
Una mañana más nublada y fría de lo habitual para estar en verano, decidí vestirme de negro y ver si eso ayudaba a que se sintiera más cómoda conmigo. La vi saliendo se la universidad y me dispuse a seguirla por una calle destartalada y solitaria, luego de veinte minutos de caminata llegamos a un punto en el que se detuvo mirando hacia abajo. La vi con la fija determinación de lanzarse al vacío, su mirada estaba embelesada con ese vacío, su cuerpo reflejaba una entrega total a la muerte. Sentí que debía evitarlo, pero ni siquiera sabia su nombre, así que sólo grité, grité con todas mis fuerzas, pero lo que salió fue un ruido gutural, que al menos alcanzó para hacerla voltear y que finalmente nuestras miradas se encontraran. Me dijo que no me preocupara, que era algo que hacía todos los días, sólo necesitaba la adrenalina del momento, el miedo profundo y desgarrador de morir, dijo que no había nada que le provocara más goce que saborear el momento de la muerte, en que todo pierde importancia y al mismo tiempo parece renacer el sentido de la vida. Con una voz intensa, como volviendo de un trance me dijo que sólo así se sentía realmente viva, y que de hecho, sin esos momentos sería igual que yo, igual que todos los otros.
Así fue como llegué a conocer a esa niña de negro, que después de todo sí tenía algo que enseñarme. Nunca olvidaré esa voz, la más especial que he escuchado, jamás volví a oírla en mi vida, aunque cuando no logro conciliar el sueño vuelvo a escuchar sus palabras grabadas en mi mente, las siento en mis oídos una y otra vez, y me ayuda a creer que prefiero seguir siendo como los otros. De la mujer de negro sólo volví a saber por los diarios, cuando al parecer el sabor de la muerte no fue suficiente, y decidió dar el siguiente paso.
Saturday, December 24, 2005
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