Antes de pensar poner mi pie izquierdo en el suelo, la cama me invita a quedarme junto a ella. Me dice que no la deje porque me quiere. Me promete regocijo, placer e incondicional apoyo. Me dice que su aroma a detergente, ese que compro especial para las sábanas y toallas estará junto a mi por siempre si le soy fiel. La rehúso, la desprecio y me alejo vilmente. Camino un metro y la veo rezongar. El cojín azul, que siempre esta sobre ella, cae y voltea la botella con Coca-Cola desvanecida que siempre está junto al velador. La dejé ahí, solita… pero lo merece porque es mala: trata de engañarme y evitar que me aleje. Después de ese repentino, valiente y por qué no, bravío acto de dejar atrás a mi amada cama, litros y más litros de agua caen sobre mi cabeza. Es la primera ducha del día. La primera de tres que me pongo como mínimo durante cada día del sofocante verano santiaguino que no quisiera vivir.
Terminé de bañarme. La rutina me persigue cuando me veo obnubilado frente al espejo escudriñando una y otra vez cada detalle, cada imperfección y cada rasgo de mi rostro. Al igual como dejé atrás a mi cama, dejo mi rostro para después. Tomo algunas ropas, las proceso, las miro, las arrugo y las vuelvo a guardar en otro lugar. Eran las equivocadas. Al final las vuelvo a tomar y las visto. Luego calzo mis zapatillas, me vuelvo a mirar. Cuando salgo del baño miro de soslayo a la cama que yace deshecha. El remordimiento me acongoja el alma y la cuido, la mimo unos segundos para que 18 horas después me reciba nuevamente.
El desayuno lleva prisa, como siempre. Un té con leche, medio pan y unos mordiscos a una manzana pasan por mi garganta con la intención de ser útiles. Desconocen que a media mañana serán un recuerdo fugaz que no servirá para evitar que compre un paquete de golosinas en el quiosco de la escuela. Salgo de mi casa, camino una cuadra y voilà… Llegué a clases. Tengo la garantía de vivir junto al lugar donde estudio. Entro a la sala de clases, saludo a algunos compañeros para después sentarme. Enciendo un computador, escucho una historia mil veces mejor que esta, pero que me mueve a intentar escribir bien. De pronto, veo la hora…quedan pocos minutos para que termine la clase y, para que deba terminar la historia: Se que debe terminar con un punto, pero la desarrollaré durante el día para que dentro de 18 horas mi cama sea feliz junto a mi.
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